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domingo, 20 de febrero de 2022

EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES POR EL DOCTOR JOSEPH BELL

Traducción del ensayo del doctor Joseph Bell EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES



https://pixabay.com/es/photos/londres-sherlock-holmes-244261/

Esta es una traducción mía que había hecho hace, creo, como dos años, como práctica cuando me estaba preparando para dar el examen de inglés de Cambridge B2 First. La versión en su idioma original la leí por interés propio y este fue validado por el Dr. Bell, quien no sólo escribía muy bien a juzgar por este ensayo (aunque faltarían más puntos aparte), sino que hace el desarrollo del tema de un modo muy interesante. La versión original está aquí: https://en.wikisource.org/wiki/A_Study_in_Scarlet_(London:_Ward,_Lock_%26_Co.) 

Sin más, aquí está mi traducción al español:

Nota del editor de la edición de Ward, Lock and Co. Limited

Como fue en Estudio en escarlata que el señor Sherlock Holmes fue presentado  al público, así como sus métodos de trabajo descritos, se nos ocurrió a quienes publicamos ese volumen que un ensayo sobre Sherlock Holmes que el viejo maestro del doctor Doyle, el doctor Joseph Bell, el inspirador de Sherlock Holmes, publicó recientemente en The Bookman, sería de gran interés para los lectores que no lo vieron cuando apareció en esa publicación.

El doctor Doyle, su pupilo, nos dice en las páginas del Strand Magazine que los “poderes intuitivos” del doctor Bell al tratar con sus pacientes eran “simplemente, maravillosos”.

—Ante un caso número uno, el Dr. Bell dice: “Veo que padece usted la bebida. Incluso lleva una botella en el bolsillo interior del pecho de su abrigo”.

>>Ante otro caso: “Veo que es zapatero”, y se dirigiría a sus estudiantes, señalándoles que el costado interior de sus pantalones a la altura de la rodilla estaba desgastado; ese era el lugar donde el hombre ponía su apoyo para trabajar zapatos… Una peculiaridad sólo encontrada en zapateros.

>>Todo esto me impresionó mucho. Lo veía habitualmente de cerca, con sus afilados, penetrantes ojos, nariz aguileña y rasgos destacados. Se sentaba en su silla con los dedos cruzados (y era muy hábil con sus manos) y simplemente miraba al hombre o mujer enfrente de él. Era muy amable y atento con sus estudiantes, verdaderamente un buen amigo, y para cuando me gradué y fui a África, la remarcable individualidad y la habilidosa percepción de mi viejo maestro habían dejado un profundo y permanente recuerdo en mí, aunque no tenía ni la menor idea de que eso me llevaría un día a abandonar la medicina por la escritura.

Que, efectivamente, llevó al Dr. Doyle a “abandonar la medicina por la escritura” y con qué resultados, todo el mundo lo sabe. Y como el señor Sherlock Holmes se ha convertido en una palabra cotidiana y casi en una institución pública, los editores de Estudio en escarlata esperamos que el siguiente ensayo, que contiene algunos elementos de la educación inicial y entrenamiento del Dr. Doyle y de las circunstancias que lo llevaron a formar el hábito de la observación atenta, será de interés para sus muchos lectores. Un cordial agradecimiento es debido al Dr. Doyle y al Dr. Bell, y al editor y propietarios de The Bookman por consentir cortésmente a la reproducción del ensayo.


EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES
POR EL DOCTOR JOSEPH BELL

No es del todo una mala señal de este agonizante siglo que se acaba que en esta, su última década, incluso los pobres comunes de la calle están comenzando, como dicen las enfermeras, a avivarse [to take notice]. Una insaciable y, por lo general, lasciva curiosidad respecto a las acciones de la clase inmediatamente sobre nosotros es complacida por las revistas, y es incluso alentada por los diarios. Tal información carece de valor intelectual y tiende a la degradación moral; no ejercita ninguna habilidad y pauperiza la imaginación. Las celebridades, las ilustradas entrevistas y los distintos niveles de escándalos sociales simplemente apaciguan el picor del oído de los chismosos. Memorias, evocaciones, anécdotas del bar o de la academia son muchos más interesantes, y tal vez sean útiles para complementar la historia, pero aun así sólo son usadas por diversión y para matar el tiempo, cuyo valor olvidamos. Pero en los últimos años ha habido un alza en la demanda por libros que, aunque ciertamente de un modo pobre, alientan el pensamiento y estimulan la observación. Toda la serie de The Gamekeeper at Home y sus imitaciones abrieron los ojos de los citadinos, que habían olvidado o nunca conocieron a White de Selborne, a las deliciosas vistas y sonidos que fueron la cosecha del ojo y oído abiertos. Algo del mismo interés es dado a “la horrible calle de la ciudad atestada” [verso del poema El vuelo de la duquesa] por las sugestiones de crimen y romance, de curiosidad y su gratificación, que encontramos escritas, con mayor o menor inteligencia, en la enorme masa de la así llamada literatura de detectives que invade la prensa. Cada puesto de libros tiene su shocker de un chelín [algo que asombra o emociona, cercano a la denominación con que en el español de hoy se usa thriller], y cada revista que circule debe tener su misterio de robo o de asesinato. La mayoría de estos son materiales bastante pobres; argumentos complicados que pueden ser resueltos en el primer capítulo, coincidencias extraordinarias, detectives con dones preternaturales que hacen descubrimientos más o menos inútiles en instantes de epifanías que nadie más puede entender; estas cosas cansan por su semejanza, y su interés, así como es, se centra sólo en los resultados y no en los métodos. Podemos admirar a Lecocq [sic; Lecoq es un detective ficcional francés], pero no nos vemos a nosotros mismos en sus zapatos. El doctor Conan Doyle ha tenido un bien merecido éxito con sus historias de detectives y ha vuelto el nombre de su héroe amado por los muchachos de este país por la maravillosa inteligencia de su método. Él muestra qué fácil es, si uno tan sólo observa, averiguar un montón de cosas sobre los hechos y hábitos de los amigos inocentes e inconscientes y, por extensión del mismo método, sorprender al criminal al develar el método de su crimen. No hay nada nuevo bajo el sol: Voltaire nos enseñó el método de Zadig, y todo buen maestro de medicina o cirugía ejemplifica todos los días en su enseñanza y práctica el método y sus resultados. El preciso e inteligente reconocimiento y apreciación de diferencias mínimas es el factor verdaderamente esencial en todos los diagnósticos médicos exitosos. Llevado a la vida ordinaria, y dada la presencia de una insaciable curiosidad y habilidades de percepción muy aguzadas, tenemos a un Sherlock Holmes que impresiona a su algo lento amigo Watson; agregando un entrenamiento especializado, tenemos a Sherlock Holmes, el hábil detective.

La educación del Dr. Doyle como estudiante de medicina le enseñó cómo observar, y su práctica, tanto como médico general y como especialista, ha sido un espléndido entrenamiento para un hombre como él, dotado con ojos, memoria e imaginación. Ojos y oídos que pueden ver y oír, memoria para retener al instante y para evocar a placer las impresiones de los sentidos, y una imaginación capaz de tejer una teoría, o componer una cadena rota, o desenredar una pista enmarañada, tales son los implementos del oficio de un diagnosticador exitoso. Si además el doctor tiene un talento natural para contar historias, entonces es una simple cuestión de elección que escriba historias de detectives o que emplee sus fuerzas en un gran romance histórico como La compañía blanca. Syme, uno de los más grandes profesores de diagnóstico quirúrgico que ha habido, tenía una ilustración favorita que, como una tradición de la escuela, ha dejado una marca en el método del Dr. Conan Doyle: “Trate de aprender los rasgos de una enfermedad o de una herida tan precisamente como conoce los rasgos, la manera de caminar y los manerismos de su más íntimo amigo”. A un amigo puede reconocerlo al instante, incluso si está inmerso en una multitud; puede ser una multitud de hombres vestidos igual, cada uno con ojos, nariz, pelo y brazos y piernas; en todo lo esencial se parecen el uno al otro, sólo en minucias difieren; y aun así, al conocer bien estas minucias, puede hacer su diagnóstico o reconocimiento fácilmente. Así ocurre también con las enfermedades de la mente, o del cuerpo, o de la moral. Las peculiaridades étnicas, los manerismos hereditarios, el acento, la ocupación o el deseo por ella, la educación, los ambientes de todo tipo, por sus pequeños y triviales efectos van, gradualmente, moldeando o cincelando al individuo, y dejan huellas, o las marcas del cincel, que un experto puede reconocer. Las grandes características que de un vistazo pueden ser reconocidas como indicadoras de enfermedades del corazón o de tuberculosis, de alcoholismo o de pérdida continua de sangre, son la propiedad común de todos los principiantes en medicina, mientras que para los maestros en el arte hay una miríada de signos elocuentes e instructivos, pero que necesitan del ojo educado para ser detectados. Un libro de gran tamaño y muy valioso ha sido escrito hace poco sobre un solo síntoma, el pulso; para cualquiera que no sea un médico entrenado, parecería un absurdo tan grande como lo es el inmortal tratado de Sherlock Holmes sobre las ciento catorce variedades de cenizas de tabaco. El salto más grande que se ha dado en los últimos años en la medicina preventiva y en la medicina diagnóstica consiste en el reconocimiento y diferenciación por la investigación bacteriológica de esos diminutos organismos que diseminan el cólera y la fiebre, la tuberculosis y el ántrax. La importancia de lo infinitamente pequeño es incalculable. Envenene un pozo en la Meca con el bacilo del cólera y toda el agua sagrada que los peregrinos cargan en sus botellas infectará un continente, y las noticias de las víctimas de la plaga aterrorizarán todo puerto de la cristiandad.

Entrenado como lo ha sido para notar y apreciar cada minúsculo detalle, el Dr. Doyle vio que podría interesar a sus inteligentes lectores revelándoles su secreto y mostrando su modo de trabajar. Creó un hombre astuto, inquisitivo y de vista rápida, a medias un doctor y a medias un excelente artista, con un montón de tiempo libre, una memoria retentiva, y que tiene tal vez el mayor don de todos: el poder de desocupar la mente de todo el esfuerzo de tratar de recordar detalles innecesarios. Holmes le dice a Watson: “Una persona debería mantener su pequeño ático del cerebro ocupado con el mobiliario que es probable que utilice, mientras que el resto puede ponerlo en la habitación de reservas de la biblioteca, donde puede agarrarlo cuando quiera”. Pero para él, los triviales resultados que causa el ambiente, los signos que marcan los trabajos manuales, las señales del oficio, los incidentes de viajar, tienen un vivo interés porque tienden a satisfacer una curiosidad insaciable, casi inhumana por impersonal. El Dr. Doyle pone al hombre en la posición de un amateur, y por ende sin responsabilidades, un detective que es consultado en todo tipo de casos y luego nos deja ver cómo trabaja. Hace que Holmes le explique al buen Watson los triviales, o aparentemente triviales, eslabones en su cadena de evidencias. Estos son inmediatamente obvios una vez explicados, y tan fáciles una vez que se los conoce, que el ingenuo lector siente al instante, y se lo dice a sí mismo, que él también podría hacer eso; que la vida no es tan deslucida, después de todo, y que si mantiene sus ojos abiertos descubrirá cosas. El reloj de oro, con su cerradura arañada y las marcas de los prestamistas, dijo una historia muy simple sobre el hermano de Watson; el polvoso y viejo sombrero hongo reveló que su dueño había caído en la bebida algunos años atrás y que se había cortado el pelo anteayer; la pequeña espina y la atemorizante huella que no era ni de un niño ni de un mono permitieron a Holmes identificar y capturar al isleño de las Andaman. Sin embargo, después de todo, uno dice que no hay nada maravilloso; que todos podríamos hacer lo mismo.

Los médicos, todos los días, en sus examinaciones del paciente más humilde, deben hacer un proceso de razonamiento similar, rápido o lento según las ecuaciones personales de cada uno, casi automático en el hombre experimentado, trabajoso y a menudo errático en el principiante, pero requiriendo los mismos requisitos simples de la habilidad para notar los hechos y educación e inteligencia para aplicarlos. La sola agudeza de los sentidos no es suficiente: un rastreador indio puede decirle que la pisada sobre las hojas no era de un piel roja, sino de un cara pálida, porque marcó una huella de zapato, pero se necesita a un experto en zapatos para decirle dónde fue hecho ese zapato. Un detective que sea un buen observador puede notar la marca de pulgar que dejó una mano sucia o con sangre en una cortina o ventana, pero necesita de todo el conocimiento científico de un Galton para lograr que los valles y montañas de la mancha sean visibles y permanentes, y para luego identificar por ese signo a un sospechoso de robo o asesinato. Sherlock Holmes tiene sentidos agudos y la educación especial y la información para que estos sean valiosos, y nos permite conocer los secretos de su método. Pero en adición a la creación de su héroe, el Dr. Conan Doyle ha probado en su destacable serie de historias que ha nacido para ser escritor. Ha tenido la inteligencia para realizar excelentes argumentos e interesantes complicaciones, y los cuenta en un honesto inglés sajón, directa y precisamente; por sobre todos sus otros méritos, sus historias están absolutamente libres de relleno. Él sabe cuán deliciosa es la brevedad, cómo todo tiende a ser demasiado largo, y nos ha dado historias que podemos leer entre la cena y el café sin posibilidad de que olvidemos el comienzo antes de llegar al final. Las historias de detectives ordinarias, desde Gaboriau o Boisgobey hasta el último shocker, en verdad necesitan de un esfuerzo de memoria bastante innecesario por parte del lector para retener las circunstancias de los crímenes y las distintas acciones de los personajes secundarios. El Dr. Doyle nunca le da una oportunidad de olvidar un incidente o perder un punto.

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